En la última década, la felicidad pareciera haberse convertido en una meta destinada más al logro de objetivos materiales que por los beneficios que aporta. Uno de los principales investigadores que ha impulsado su importancia ha sido el psicólogo Edward F. Diener, científico de la Organización Gallup. Para él, la clave de cultivar estados de felicidad está en el cúmulo de sentimientos positivos que aporta, porque «vinculan a la persona con metas más grandes e importantes que ellos mismos.»
¿Podríamos, en esta línea, pensar que cada vez que alcanzamos un estado de felicidad que nos trasciende, beneficiando a otros, estaríamos de algún modo contribuyendo a la construcción de una mejor sociedad?
Sin duda. Cada vez que nos damos la oportunidad de que nuestras competencias innatas florezcan, como llevar a cabo acciones de ayuda desinteresada, así como ser generosos, amables o empáticos, o cuando tratamos a las personas desde su dignidad, nos sentimos más felices y transformamos la vida de otras personas. Esto ocurre por varias razones: porque somos fundamentalmente seres sociales y emocionales; y porque las personas que se benefician de dichas actitudes despiertan en nosotros un elevado instinto de pertenencia. Nuestro cerebro recibe más neurotransmisores de conexión, como la dopamina, entre otros, con lo que buscaremos repetir la experiencia. A esta consciencia de beneficiar a otros es lo que llamamos «felicidad responsable».
En las últimas dos décadas, investigaciones científicas han demostrado que a las dos horas de nacer nuestro cerebro social se enciende, se prepara para conectar con otros seres humanos y desarrollar su potencial. Los humanos sólo aprendemos de otros y con otros. Con sólo seis meses, ponemos en marcha un incipiente sentido ético; alrededor de los dieciocho meses, nos comportamos con altas dosis de altruismo, y entre el primer y segundo año de vida, si nos sentimos integrados en un grupo, manifestamos naturalmente actitudes para consolar o aliviar el dolor ajeno. Recursos del cuidado de nuestra especie incrustados en un cerebro altamente preparado para cuidar y cooperar, que no es menos importante que el mecanismo de supervivencia que consiste en competir o cuidar el territorio.
No en vano, las investigaciones del profesor emérito de la Universidad Harvard, el psicólogo Jerome Kagan, pionero en psicología del desarrollo, apuntan que el ser humano es naturalmente más bueno que malo. Es decir, tiende a hacer más el bien, debido a que la suma total de la naturaleza humana acerca más a la bondad que a la maldad. Para Kagan, si bien los humanos hemos heredado la capacidad de sentir ira, celos, egoísmo y envidia y ser duros, agresivos o violentos, también «disponemos de un legado biológico todavía más fuerte que les inclina hacia la bondad, la compasión, la cooperación, el amor y el cuidado, especialmente hacia los más necesitados.»
Llegados a este punto, podríamos preguntarnos si son sólo estos actos bondadosos los que aumentan nuestro liderazgo, o si aún hay algo más…
Nuevamente la ciencia nos pone sobre la mesa una respuesta y nos plantea nuevos desafíos, mostrando el trabajo menos visible pero sin duda de no menos importante que realiza nuestro corazón para favorecer la interconexión y la comunicación entre todos los sistemas vivos. El doctor Rollin McCraty, director de investigación del HeartMath Institute, profesor en la Florida Atlantic University, ha demostrado cómo la información emocional es clave entre las personas, ya que cuando sentimos gratitud, amor, aprecio, los latidos del corazón generan un campo electromagnético que se extiende más allá del propio cuerpo, en todas las direcciones. Dicha energía electromagnética varía según nuestro estado interior, alcanzando una mayor distancia si sentimos, por ejemplo, compasión, amabilidad o gratitud. El investigador McCraty hace hincapié en la variabilidad de la frecuencia cardíaca y la coherencia del ritmo cardíaco, con consecuencias para la salud y la calidad de vida.
Cuando conectamos con nuestro liderazgo ético, cuando nuestra forma de ser y de estar en la vida amplía el espectro de sensaciones positivas, y lo mismo cuando buscamos dar lo mejor de nosotros mismos a otra persona, practicando la «felicidad responsable». Ahora que sabemos que nuestro campo magnético también se expande. ¿Por qué no provechar pues la complicidad de nuestro corazón con su sistema de neuronas y su potencial hasta 5000 veces más fuerte magnéticamente que el cerebro para aumentar nuestras capacidades y el bienestar de los demás?